Caleidoscopio urbano


Día a día tengo en mis manos un caleidoscopio. Temprano rumbo al trabajo debo caminar algunas calles entre el auto y la oficina. Es en este tramo cuando obtengo la primera dosis diaria de realidad con la que ato los pies firmemente a la tierra:

El joven "descansando" bajo las hojas del diario del día anterior, a las puertas de la tienda que aún no abre.

El delgado señor de manos "ajadas" con su guitarrón, que comienza a vocalizar la canción que le permitirá el pan en la mesa del mediodía, o de la tarde... o quizás de mañana.

La rarámuri señora que, con los hijos bajo las "enaguas" o en el rebozo de la espalda, tiene que paliar el hambre con juegos porque al venirse de la sierra cerró la puerta de su comunidad.

El señor de pies hinchados que con la diabetes a cuestas esconde la dignidad y pide una moneda al transeúnte indiferente que prefiere no mirar, al fin y al cabo "así es la vida..."

No puedo cerrar los ojos porque aún sin luz su verdad deslumbra.

¿Es posible transitar no la ciudad, sino la vida sin estrujarte el corazón? ¿Existe un blindaje contra el dolor?

Transcurre la jornada laboral: Pendientes, papeleo, citas, oficios... hora de salir.

Dos pasos fuera del edificio: un niño. Cinco o seis años, pies descalzos, ropa vieja y desgastada, piel asoleada debajo de una espesa capa de mugre. En la mano un "mecate" con el que detiene a su perrito que lleva un pedazo de papel con un signo de pesos amarrado en el lomo.

Seguramente para ese niño no había algo más preciado que su perro (compañero de travesuras, guardaespaldas, cómplice). Aún así necesitó prescindir de él para comer. Se acercaba a cada persona que por allí pasaba, que en lugar de comprarselo, lo esquivaba.

No es fatalismo, amarillismo ni ningun vicio ideológico, es el panorama diario en las calles de mi ciudad.

Yo no quiero un México así.

IMD

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